Imagen de Lars_Nissen en Pixabay
Se
arrodilló lentamente y recogió los últimos restos. Su casa, su hogar, su rincón favorito. Al fin y al
cabo, su vida. Vida que ya no le pertenecía y que debía resumir en
una maleta. Difícil cuestión, se repetía una y otra vez. Qué
dejar y qué llevarse. Los recuerdos le atormentaban y las
experiencias vividas galopaban incesantes por su mente. Sin embargo, debía
huir. Las constantes amenazas que se cernían sobre ella y sus
vecinos les obligaban a vaciar sus pequeñas parcelas de agridulce
convivencia. Así, mientras guardaba lo que quedaba encontró un
papel arrugado en el suelo. Se agachó frunciendo el ceño arrugado
por el paso de los años y lo alisó entre sus frías manos.
Ojiplática y totalmente sorprendida esbozó una pequeña
y pícara sonrisa. Aún había esperanza. Y, es que, como a ella le gustaba decir, la esperanza es lo último que se pierde y por mucho que
intentaran arrancársela a bocados, ella seguiría luchando porque no
podía ni quería dejarse vencer. No arrebataría aquello a su dueño. El banco le quitó su casa unos meses antes y
estaba convencida de que ella nunca podría actuar de un modo similar.
Cada uno tiene lo que se merece o lo que puede, pero no así, se
repetía una y otra vez. Ella era una luchadora y superviviente nata.
¿Y si el dueño está en una situación peor?, se preguntaba.
Acudió
sin cambiarse de ropa ni mirarse en el espejo. Lo importante no era
su aspecto físico sino lo que portaba en el bolsillo de su pantalón
roído y parcheado en múltiples ocasiones. Caminaba con paso lento,
arrastrando la maleta con su pequeña casa, como un caracol.
—
¿Es tuyo? —preguntó un hombre de mediana edad a través del
cristal.
—
No. Vengo a devolverlo —respondió tajante.
—
Está bien. En estos casos se toman los datos y si el dueño no
aparece en dos años podrás venir a por él y quedártelo, pero si
aparece cobrarás el 10% del valor. ¿No quieres saber si tiene
premio?
Negó
con la cabeza, facilitó los datos solicitados y se marchó por donde
había venido. Volvió a su hogar y se derrumbó al ver que no
quedaba nadie. Un gran vacío se apoderó de su cuerpo, como si de
repente hubiera perdido toda vida interior. Decidió sentarse en el
parque que lindaba a la manzana. Era de día y aún quedaban unas
horas para pensar qué hacer y dónde pasar la noche.
Le animaba ver jugar y gritar de felicidad a niños y niñas. No pudo
evitar recordar a su hijo. El único hombre que quedaba en su vida vivía en Alemania. En un piso compartido con
otros cinco buscavidas, valientes y trabajadores. Así los describía
sin olvidar la cobardía que mostró el día que su hijo se marchó.
No pudo irse con él. Las raíces asían su cuerpo a la tierra tan
fuerte que no pudo dar ese paso. Y ahora, sin un tiesto donde seguir
viviendo, esas raíces se arrugaban cada día más. Aquella sería la
primera Navidad que no se verían. “Mejor así”, se decía a sí
misma mientras las lágrimas corrían por sus mejillas “no quiero
que sepa en qué situación me encuentro”.
El
sonido del teléfono móvil la sacó de sus cavilaciones. Era el
hombre de la administración de lotería. Nada más marcharse había
acudido el dueño del boleto para preguntar si alguien había
encontrado su premio millonario. Aquella palabra retumbaba en su
cabeza. Le resultaba demasiado abstracto pensar en tanto dinero. Ella
obtendría el 10% como recompensa pero el dueño del boleto tenía
otro igual y quería darle el 50% del que pensaba había extraviado.
Y, es que, no hay mayor alegría que recuperar algo que se piensa
perdido. Aquel 25 de diciembre había vuelto a nacer.
El
dinero no da la felicidad, pero ayuda a sonreír y hace la vida un
poco más ligera. Tras cobrar su recién hallado premio se dirigió a
la única peluquería que permanecía abierta aquel festivo día: la
de su amiga Reme, que entre cocido y asado, sales y pimientas, le
cambió el look que tan abandonado tenía. Después arrastró
su maleta y su cuerpo hasta la casa de su querido Toni, el vendedor
ambulante. Renovó su vestuario y se dirigió al aeropuerto en el
autobús de línea por el que tuvo que aguardar media mañana.
Disfrutaba de cada segundo de la segunda oportunidad que le
brindaba la vida. Con el billete destino a Berlín en sus temblorosas
manos y sus pertenencias cerca, esperó su primer vuelo. El corazón
golpeaba su pecho con fuerza. Intentaba imaginar la sensación de
estar a tantos kilómetros de altura. Volar. Aquella palabra la
asustaba tanto como el no tener dónde dormir. Recordó la humedad de
los cartones y las frías noches a la intemperie bajo la intermitente
luz de las viejas farolas y no pudo evitar acordarse de sus vecinos
de calle que seguramente estarían comiendo juntos en el albergue.
—
¿De visita por Navidad? —preguntó un hombre mientras se sentaba a
su lado en la butaca del avión.
—
Busco un nuevo tiesto donde plantar raíces —contestó sonriente.
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