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Los
mandos de los dos ejércitos se miraron frente a frente, desafiantes. Ninguno osaba abandonar sus armas ni su posición. Sin apenas
pestañear el Capitán Jiménez abrió la boca para comenzar a
negociar. Sus soldados aguardaban la señal inequívoca de ataque.
Señal que ansiaban recibir y por la que iban a entregar sus vidas
cosidas de recuerdos y experiencias que ahora carecían de
importancia.
-Propongo
una tregua -anunció el capitán.
El
General Gutiérrez parpadeó mientras esbozaba una pícara sonrisa y
veía pasar por su cerebro múltiples imágenes de la victoria que
según él le esperaba a la vuelta de la esquina.
-¡Nunca!
-exclamó alzando su puño al aire.
El
Capitán Jiménez no esperaba aquella respuesta ni deseaba perder a
más hombres. Llevaban casi un mes luchando en aquella inútil guerra
por adueñarse de la Navidad. En una era en la que todo se ganaba o robaba con
violencia, Jiménez añoraba las leyendas sobre un mundo pacífico
que llenaban las páginas de Internet y los periódicos digitales. Ya
no le quedaban munición ni argumentos que dejaran de justificar tal
sacrificio humano. Había probado todo tipo de técnica, desde
recordarle a su familia, el envejecer junto a su mujer, las comidas,
celebraciones, cenas con amigos, partidas... nada parecía ablandar
el corazón de Gutiérrez. Desesperado, no dejaba de darle vueltas a
lo que podía ofrecer hasta que tuvo una gran idea.
- ¿Qué
es lo que deseas a cambio de la tregua? -preguntó Jiménez.
- Adueñarme
de la Navidad -respondió tajante.
- ¿Quiero
decir, qué es lo que te hace feliz?
Gutiérrez
enmudeció. No obtuvo respuesta alguna para aquella extraña
pregunta. Llevaba años luchando y arrebatando todo lo que ansiaba
poseer pero nunca había pensado en robar la felicidad. ¿Cómo podía ser aquello posible? Era cierto que el dulce y efímero sabor de la
victoria le sabía a poco. Se le antojaba la idea de sentirse feliz. En su ignorancia deseaba ser el primero en saborear aquel duradero
manjar.
-Está
bien. Quiero esa felicidad de la que hablas.
Jiménez
notó cómo se relajaban todos los músculos de su cuerpo, hasta finalizar en un largo y profundo suspiro. Sin más bajas
en su bando y soñando ver la sonrisa de su familia, ideó el último
plan que le quedaba en aquella lucha sin sentido.
- Compartir
es lo que te dará la felicidad eterna.
- ¿Compartir?
¿Qué es eso?
- Dar
parte de lo que tienes a quien no tiene.
- Lo que tengo es mío, no quiero entregarlo.
- Bueno,
compartir no es siempre dar. Puedes compartir una manta, un caballo,
una mesa... No significa que lo pierdes. En cambio, cuando
compartes un bocadillo sí que estás donando una parte de él.
-¿Esa es la manera de sentir felicidad?
- Claro.
Al compartir te contagiarás de las sonrisas de los niños y niñas, de
la alegría de jóvenes y adultos, del amor de ancianos y
ancianas... Prueba y verás.
- ¿Y
la Navidad? ¿Seguirá en tu reino?
-Como
buen samaritano que soy, compartiré la Navidad contigo. ¿Qué te
parece?
-¿Y
ganaré dinero?
-Ganarás
algo mucho más valioso que eso.
-¿Qué
majaderías estás diciendo? No hay nada más valioso que el dinero.
-La
felicidad, el amor, la amistad... Son mucho más valiosos. No
tienen fecha de caducidad, se pueden usar a todas horas, aunque se
pierdan se vuelven a encontrar y no tienen fronteras. Son universales.
¡He leído que el amor mueve montañas!
-Vale,
vale. Lo probaré durante un tiempo y si no me convence, volveré
con un ejército mayor y te arrebataré no solo la Navidad, sino
todo tu reino.
-Trato
hecho -contestó extendiendo su mano hacia la de su oponente.
Ambos habían resultado vencedores en una guerra sin sentido.
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