TREGUA


Imagen de Annette Jones en Pixabay

Los mandos de los dos ejércitos se miraron frente a frente, desafiantes. Ninguno osaba abandonar sus armas ni su posición. Sin apenas pestañear el Capitán Jiménez abrió la boca para comenzar a negociar. Sus soldados aguardaban la señal inequívoca de ataque. Señal que ansiaban recibir y por la que iban a entregar sus vidas cosidas de recuerdos y experiencias que ahora carecían de importancia.
-Propongo una tregua -anunció el capitán.
El General Gutiérrez parpadeó mientras esbozaba una pícara sonrisa y veía pasar por su cerebro múltiples imágenes de la victoria que según él le esperaba a la vuelta de la esquina.
-¡Nunca! -exclamó alzando su puño al aire.
El Capitán Jiménez no esperaba aquella respuesta ni deseaba perder a más hombres. Llevaban casi un mes luchando en aquella inútil guerra por adueñarse de la Navidad. En una era en la que todo se ganaba o robaba con violencia, Jiménez añoraba las leyendas sobre un mundo pacífico que llenaban las páginas de Internet y los periódicos digitales. Ya no le quedaban munición ni argumentos que dejaran de justificar tal sacrificio humano. Había probado todo tipo de técnica, desde recordarle a su familia, el envejecer junto a su mujer, las comidas, celebraciones, cenas con amigos, partidas... nada parecía ablandar el corazón de Gutiérrez. Desesperado, no dejaba de darle vueltas a lo que podía ofrecer hasta que tuvo una gran idea.
- ¿Qué es lo que deseas a cambio de la tregua? -preguntó Jiménez.
- Adueñarme de la Navidad -respondió tajante.
- ¿Quiero decir, qué es lo que te hace feliz?
Gutiérrez enmudeció. No obtuvo respuesta alguna para aquella extraña pregunta. Llevaba años luchando y arrebatando todo lo que ansiaba poseer pero nunca había pensado en robar la felicidad. ¿Cómo podía ser aquello posible? Era cierto que el dulce y efímero sabor de la victoria le sabía a poco. Se le antojaba la idea de sentirse feliz. En su ignorancia deseaba ser el primero en saborear aquel duradero manjar.
-Está bien. Quiero esa felicidad de la que hablas.
Jiménez notó cómo se relajaban todos los músculos de su cuerpo, hasta finalizar en un largo y profundo suspiro. Sin más bajas en su bando y soñando ver la sonrisa de su familia, ideó el último plan que le quedaba en aquella lucha sin sentido.
- Compartir es lo que te dará la felicidad eterna.
- ¿Compartir? ¿Qué es eso?
- Dar parte de lo que tienes a quien no tiene.
- Lo que tengo es mío, no quiero entregarlo.
- Bueno, compartir no es siempre dar. Puedes compartir una manta, un caballo, una mesa... No significa que lo pierdes. En cambio, cuando compartes un bocadillo sí que estás donando una parte de él.
-¿Esa es la manera de sentir felicidad?
- Claro. Al compartir te contagiarás de las sonrisas de los niños y niñas, de la alegría de jóvenes y adultos, del amor de ancianos y ancianas... Prueba y verás.
- ¿Y la Navidad? ¿Seguirá en tu reino?
-Como buen samaritano que soy, compartiré la Navidad contigo. ¿Qué te parece?
-¿Y ganaré dinero?
-Ganarás algo mucho más valioso que eso.
-¿Qué majaderías estás diciendo? No hay nada más valioso que el dinero.
-La felicidad, el amor, la amistad... Son mucho más valiosos. No tienen fecha de caducidad, se pueden usar a todas horas, aunque se pierdan se vuelven a encontrar y no tienen fronteras. Son universales. ¡He leído que el amor mueve montañas!
-Vale, vale. Lo probaré durante un tiempo y si no me convence, volveré con un ejército mayor y te arrebataré no solo la Navidad, sino todo tu reino.
-Trato hecho -contestó extendiendo su mano hacia la de su oponente.  
Ambos habían resultado vencedores en una guerra sin sentido. 

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